Imagen realizada por Livia Cristina Chavez Mendez
La relación entre los patrones alimentarios de un individuo y las emociones ha sido un tema de investigación activo y fructífero desde hace varios años. Algunas investigaciones sugieren la manera que nos alimentamos depende de una interacción entre las características biológicas, psicoafectivas y el contexto en el que cada quien se encuentra inmerso. Lo anterior resultó especialmente importante para el área de la salud, ya que la relación entre la restricción, sobrealimentación y la emoción tiene grandes implicaciones para la obesidad y los Trastornos de la Conducta Alimentaria (TCA). Por ejemplo, cuando nos sentimos mal solemos comer más de lo que necesitamos, esto puede hacer que ignoremos las señales naturales de nuestro cuerpo, las cuales nos dicen cuándo estamos satisfechos o hambrientos.
El habito llamado Alimentación Emocional se refuerza cuando comemos alimentos como los dulces o la comida rápida, que liberan dopamina y serotonina, es decir sustancias químicas que actúan como mensajeros en el cerebro y el sistema nervioso. Estos elementos transmiten señales entre las neuronas que producen placer y mejoran nuestro estado de ánimo temporalmente (Schnepper et al., 2023).
La teoría de la restricción alimentaria de Herman y Polivy (1975) sugiere que las elecciones y patrones relacionados con la alimentación, incluyendo la selección de alimentos, los hábitos alimenticios y cualquier comportamiento humano asociado con la ingestión de alimentos, está regido por el control cognitivo. En otras palabras, nuestra conducta alimentaria se produce bajo la capacidad del cerebro para regular y gestionar los procesos mentales con el objetivo de lograr metas específicas.
Cuándo la meta es perder peso, la capacidad de hacer dieta con éxito es cognitivamente exigente y requiere de un gran control sobre la conducta alimentaria. Por lo tanto, es normal que ante situaciones de estrés las demandas que agotan este recurso interno limitado lleven a quienes comen con restricciones a desinhibirse y consumir grandes cantidades de alimentos (Polivy et al., 1999).
Desde una perspectiva psicológica, una dieta restrictiva se refiere a un patrón de alimentación caracterizado por la limitación deliberada y crónica de la ingesta, ya sea en términos de cantidad, calidad, grupos de alimentos permitidos o frecuencia de las comidas. Esta restricción puede estar motivada por diversos factores como el deseo de perder peso, la búsqueda de un cuerpo idealizado o el intento de controlar emociones o situaciones estresantes.
Posterior a la restricción aparece una sensación de privación alimentaria, esto se refiere a la percepción subjetiva de no tener acceso a alimentos en la cantidad o calidad deseada, esta inquietud también puede surgir en contextos de escasez de recursos alimentarios o bajo la incapacidad de satisfacer los antojos alimenticios. La sensación de privación alimentaria puede desencadenar una variedad de respuestas emocionales y comportamentales como la ansiedad, la preocupación por la comida, los pensamientos obsesivos sobre esta y la impulsividad en la alimentación, entre otros.
Por otra parte, mantener una alimentación restrictiva a largo plazo conduce a una sensibilidad reducida de las señales internas de hambre y saciedad, lo que produce el comer en exceso en situaciones donde el control cognitivo está socavado (Johnson et al., 2012). Es decir, una disminución en la capacidad del cuerpo para detectar y responder adecuadamente a las señales naturales que indican la necesidad de comer (hambre), o la sensación de estar satisfecho después de comer (saciedad). Este escenario puede impulsar el consumo exagerado de alimentos más allá de las necesidades homeostáticas, en otras palabras, de los requisitos fisiológicos básicos que un organismo debe satisfacer para mantener un equilibrio interno estable (Amin et al., 2016).
Sofía Castro Botero
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Dra. Ana Patricia Zepeda Salvador